“...ese viaje hacia
la nada que consiste en la certeza
de encontrar en tu
mirada la belleza...”
Luis Eduardo Aute
Cuando
me pidieron que respondiera a la pregunta “¿qué es la belleza?” lo primero que
hice fue lo que la mayoría hacemos cuando tenemos alguna duda: remitirnos a los
libros. Y entre ellos la opción inmediata fue el diccionario:
Belleza
es la propiedad de las cosas que hace
amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en
la naturaleza y en las obras literarias y artísticas[1]. ¿Significa
entonces que sólo son merecedoras de amor las cosas bellas? ¿Qué sería de
algunos de nosotros, los menos agraciados por la Naturaleza (como el espécimen
coautor de este ensayo)? Difiero de la primera parte de la definición, un tanto
en defensa propia, otro tanto por verificación en la concreta realidad.
Ejemplos vivos de tal verificación los constituyen mi siempre rígida y
apostólica (“gracias al Señor”) tía Austreberta y el bonachón tío Cleto, cuya
tierna fealdad -que se anuncia ya desde sus nombres- nunca ha sido obstáculo
para amar a sus semejantes y ser amados por los mismos.
Luego,
respecto a la segunda frase del concepto: ¿qué me dicen de algunos adeptos al
feísmo artístico como José Luis Cuevas o, sin ir más lejos, nuestro paisano
Francisco Toledo? A las obras de ambos pocos podríamos calificarlas como bellas, ¿o acaso lo que sucede es que
confundimos lo bello con lo bonito y lo
políticamente correcto? Ante tal complicación filosófica opté por seguir
buscando en los libros.
Llamó
mi atención un libro de Estética y, hojeándolo con escaso detenimiento, me topé
con la foto de un rostro humano cruzada por líneas horizontales, verticales y
algunas curvas. En resumidas cuentas lo
que entendí de dicha explicación fue que se intentaba establecer una relación
entre belleza y simetría (“la belleza es orden”, declaró el filósofo griego...
¿Platón?) Renuente como soy a las Matemáticas (no es casualidad mi ingreso a la
carrera de Psicología, entre otros motivos, para evitar a los números) preferí
evadir este concepto. Argumenté para mí mismo: “las matemáticas son frías y
nada tienen que ver con lo bello”; después caería en la cuenta que la belleza
también tiene su algidez, y sus lágrimas.
Cambié
de libro y tomé uno con olor a papel viejo[2] de
frases de genios, poetas, filósofos y literatos. Van sólo algunas: “la
hermosura es una tiranía de corta duración”, dicha por Sócrates; viene después
la opinión de su discípulo: “lo que da valor a esta vida es la contemplación de
la belleza”[3].
Me encontré una que me pareció demasiado cursi, incluso ingenua, casi sonreí:
“la belleza es una luz divina, un rayo celestial que diviniza los mismos
objetos en que brilla” –Matastasio.
Al
final de este paseo por los libros quise ponerme moderno, me envestí con el traje de cibernauta y encontré cosas
como ésta en la red:
Una
de las primeras discusiones al respecto, la encontramos en Jenofonte, en el
siglo V a. c. quien afirmó que existen tres categorías diferentes para el
concepto de belleza:
1.
La belleza ideal: basada en la composición de las partes
2.
La belleza espiritual: el alma, que se expresa a través de la mirada
Posteriormente
volvía a retomar a Platón en cuanto a su noción de belleza como armonía y
proporción en un nivel suprasensible; es decir,
que está más allá de lo que pueden captar nuestros sentidos y más allá
de lo intelectual, por lo cual captar la belleza –según Platón- es algo
accesible sólo para unos cuantos.
Incluso
me encontré en la internet una
crítica (a la cual me sumé) a tesis biológicas que, frente a la pregunta “¿qué
es lo bello?”, respondían: “Cuando nos hacemos esta pregunta, en
realidad estamos preguntándonos: ¿Qué es lo que
a un conjunto de personas hace segregar parecidas sustancias y corrientes
eléctricas, activando partes detectables del cerebro, tal que les resulta
agradable apreciar esa cosa?”[5]
Pero
todas aquellas explicaciones me resultaban insuficientes, así fue como decidí
salir a buscar la belleza afuera, en la calle, en el mundo real. Me movía la convicción de considerar que la belleza no se
halla en conceptos ni fórmulas, ¿era esto realmente una convicción o sólo un
prejuicio? Aún así me empeñaba en creer que sólo podía entender la belleza
cuando le quitaba el carácter etéreo y la aterrizaba en lo mundano. Al hacerlo podía
pecar de subjetivo, ¿pero acaso no tenía también esta cualidad la belleza?,
¿dependía o no únicamente de percepciones individuales? ¿O existe una belleza
objetiva en la que coincidamos todos?
Lo
primero que presencié al salir fue el amanecer limpio, pintado con un azul
celeste brillante e intenso y, al verlo, respiré hondamente el aire libre del
smog citadino al menos por un momento antes que los automóviles comenzaran a
circular en gran número. Estuve a punto de reconocer a Dios como el más grande
generador de una belleza absoluta, pero antes de que la idea se desdoblara en
mis adentros recordé enfermedades, pestes y malformaciones (del cuerpo y del
espíritu), terremotos e inundaciones, “misteriosos designios”. ¿Eso es belleza
también?, ¿es todo lo anterior otra cara de la misma moneda?
Y
si mi fe en Dios como creador de belleza se tambaleaba, más lo hacía respecto
al Hombre cuya actual crisis trastoca también el ámbito de la belleza. Cuando
mucho llegaba a concluir que si la belleza existía o era posible, ésta
resultaba –la mayoría de las veces- efímera.
Seguí
andando hasta que me senté en una banca del parque, víctima del cansancio pero
con la energía suficiente para permanecer atento y con la mirada levantada. Y ahí
estaba esa persona, en la banca de enfrente, quizá con el mismo cansancio,
quizá con tan poca fe, pero con la mirada brillante y la sonrisa limpia. Y aún
si esto resultaba efímero podía decir feliz que aquí hubo belleza “y ardió un
instante y dejó su humilde huella, aquí entre el musgo, en
este libro de piedra”. [6]
[1] Enciclopedia Encarta
[3] Del Río, E. (RIUS): Filosofía para principiantes. Grijalbo. México,
1997.
[4] En: http: //filosofia.idoneos.com
[6] Pacheco, José E. La “y”. En:
Fin de Siglo y otros poemas.